San Pedro y San Pablo, al encontrarse con Cristo cambiaron sus vidas. Experimentaron un amor que los sanó y los liberó, primero a ellos; y, luego, se convirtieron en apóstoles y ministros de liberación para los demás.
Pedro, el pescador de Galilea, fue liberado de la amargura del fracaso. Jesús Lo animó a no rendirse, a echar de nuevo las redes al mar, a caminar sobre las aguas, a mirar con valentía su propia debilidad, a seguirlo en el camino de la cruz, a dar la vida por sus hermanos, a apacentar sus ovejas, infundiéndole el valor de arriesgarlo todo y la alegría de sentirse pescador de hombres.
También el apóstol Pablo experimentó la liberación de Cristo. Fue liberado de la esclavitud de su ego y del celo religioso que lo había hecho violento perseguidor de los cristianos.
Así, Pablo comprendió que todo lo podemos en aquel que nos fortalece, que nada puede separarnos de su amor. Por eso, al final de su vida San Pablo pudo decir: ‘el Señor me asistió y me seguirá librando de toda obra mala’.
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