Jesús comienza esta parábola comparando el reino de Dios con el acto de sembrar. Esta parábola describe una multiplicidad de acciones: el sembrador que siembra, el grano que crece, la tierra que hace brotar y el acto de cosechar. El sembrador interviene al inicio y al final de este proceso, pero lo que pasa en el intermedio no depende de él. El sembrador siembra la semilla, pero la tierra da fruto por sí sola. Esta estructura en sí misma indica que el reino de Dios no depende de la acción de nadie, ni de nada en particular, sino de la obra misteriosa de Dios.
El sembrador siembra y confía en que la tierra, con la ayuda del agua y el sol, va a hacer que la semilla crezca y dé fruto. Así como el sembrador echó semilla en la tierra, nosotros somos llamados a sembrar cuando vivimos el evangelio. De igual manera, así como la semilla brota y crece sin que el sembrador sepa cómo, el Espíritu Santo obra en las vidas de las personas que escuchan el evangelio. Nuestra tarea como siervos de Dios es sembrar con fe y esperar que esa semilla dé mucho fruto.
Jesús continúa enseñando a sus oyentes con el uso de otra parábola—la del grano de mostaza. Jesús pregunta: “¿A qué compararemos el reino de Dios? ¿Qué parábola nos servirá para representarlo?” Y él mismo responde: “Es como el grano de mostaza” Tanto esta parábola como la anterior, tratan acerca del crecimiento de la semilla, pero esta parábola en particular explica la magnitud de este crecimiento.
Esto demuestra que no importa qué tan pequeña sea nuestra fe; lo importante es en quién está depositada nuestra fe. Si nuestra fe está depositada en el autor y consumador de la fe, Jesucristo, entonces nos será suficiente como para que nada nos sea imposible. A Dios le encanta sorprendernos; Dios puede empezar con algo muy pequeñito y convertirlo en algo mucho más grande de lo que nos podemos imaginar. Lo fundamental es tener fe. Dios puede hacer grandes cosas de aquello que para la humanidad es considerado insignificante.
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