Durante todo el tiempo de pascua hemos escuchado los relatos de las apariciones de Jesús resucitado a sus discípulos. Todos coinciden en este evento como algo verídico, Jesús es el mismo que murió en la cruz, lleva las marcas de los clavos en las manos y en los pies, y en su costado la herida de la lanza. Sin embargo, también hay algo diferente en él, algo que los mismos discípulos no saben cómo describir y al principio no son capaces de reconocer que se trata del mismo Jesús. Por eso Él viene y se sienta a comer con ellos, les pide compartir su pan, sus peces con él. Un espíritu no come ni bebe como hace él (Lc 24,36-43).
La resurrección de Jesús es tan importante que sin ella nuestra fe no tendría sentido, nuestra esperanza sería vana. Así lo ha expresado san Pablo en la primera Carta a los Corintios: “Ahora bien, si se predica que Cristo ha sido levantado de entre los muertos, ¿cómo dicen algunos de ustedes que no hay resurrección? Si no hay resurrección, entonces ni siquiera Cristo ha resucitado. Y, si Cristo no ha resucitado, nuestra predicación no sirve para nada, como tampoco la fe de ustedes”. (1 Cor 15,12-14).
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