“Cristo Jesús vino a este mundo a salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero” (1 Tim 1,15)
El 13 de septiembre del año 335 se dedicó en Jerusalén la iglesia de la Resurrección y del Martyrium. Al día siguiente, en una solemne ceremonia, se expuso la cruz que la emperatriz Helena había encontrado el 14 de septiembre de 320. Así comenzó esta fiesta, para recordar este signo de muerte y de vida, la cruz, en la cual Cristo entregó su vida para salvarnos de nuestros pecados y abrirnos las puertas de la vida eterna.
El evangelio de Juan expresa de manera extraordinaria el inmenso valor de este sacrificio de Jesús por nosotros: «Sí, Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en Él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él» (Jn 3,16).
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