En el mes de diciembre de 1531, habían pasado diez años desde la caída de la ciudad de Tenochtitlan (México) en manos de los conquistadores españoles, cuando la Santísima Virgen se apareció al indito San Juan Diego, en el cerro del Tepeyac. Lo nombró su mensajero ante el obispo Fray Juan de Zumárraga, para que le construyeran un templo.
La prueba de que las palabras de Juan Diego eran ciertas fueron las rosas que llevó en su tilma y la preciosa imagen que pareció dibujada en ella. Desde entonces, año con año, miles de peregrinos van a aquel santuario a pedir la intercesión de la mamá de Jesús, van a dar gracias, a buscar consuelo y ayuda en medio de las tribulaciones de la vida. Para muchos, María es el camino para llegar al Dios invisible e infinito, por medio de sus gestos y palabras de ternura.
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