"Síganme y los haré pescadores de hombres".
Jesús caminó por la orilla del mar de Galilea y llamó a algunos a seguirlo. Sabemos que al menos algunos de ellos lo hicieron: Simón Pedro y Andrés, Santiago y Juan. ¿Sabían a quién seguían? Es probable que no. El ministerio de Jesús apenas había comenzado, y en el relato de Mateo, hasta ahora los mayores logros de Jesús estaban apenas dándose a conocer y solamente sabemos de su enfrentamiento con el diablo en el desierto. El hecho de que estos cuatro hombres dejaron todo para seguir a Jesús, dice más sobre las perspectivas de los pescadores galileos, que hacer una declaración de fe sobre este grupo de seguidores.
Siguieron a un extraño. Y también, todos nosotros al comienzo de nuestro camino en la fe. Este Cristo, en cuyo nombre nos bautizamos, en ese momento no es nuestro hermano, ni nuestro amigo, y mucho menos nuestro Señor. El hace sólo una invitación, y tal vez estamos aburridos o insatisfechos o lo suficientemente curiosos o desesperados como para aceptarlo. Lo que sucede después de eso, depende de cómo se desarrolla la relación a partir de ahí.
Pablo sabe bien lo que sucede cuando una relación sale mal, como lo hizo en Corinto. ¡Algunos de los que oyeron hablar de Jesús a Pablo, pensaron que seguían a Pablo! Y otros seguían a sus propios mensajeros, Apolo o Pedro (Cefas). Algunos de nosotros, hay que admitirlo, todavía seguimos a nuestro querido sacerdote de nuestra ciudad natal, o a la monjita que nos enseñó El Catecismo, o al sacerdote al que nos cae bien y nos acercó a la iglesia, o seguimos a los sacerdotes anteriores a los que estamos ahora, o a quien sea con quien fuimos espiritualmente iniciados. Sin embargo, a cualquiera que sigamos, por más admirable que sea, es el camino equivocado; al que tenemos que seguir es a Jesús ante todo y para todo.
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