En la cima de la montaña, en la oración, en la conversación con los profetas, Jesús se transfiguró, dejó entrever la totalidad de su identidad. Pedro, Santiago y Juan asistieron boquiabiertos a la mejor epifanía de la historia, contemplaron a un Jesús en su dimensión invisible, manifestado como Hijo de Dios, la teología de la gloria en acción. Como no se puede ver a Dios y seguir vivo, los discípulos dormían y no se enteraron de la magnitud de tan sublime revelación, y no pudieron contar a nadie la experiencia de la cima de la montaña.
Las cimas de las montañas son lugares sagrados. Lugares teológicos de manifestación de la divinidad…
Hoy, domingo de la Transfiguración, segundo domingo de la santa Cuaresma, somos invitados a dejarnos transfigurar y ser renovados. Que este encuentro dominical como Iglesia, como asamblea reunida en torno al Pan partido y en torno a la Palabra proclamada, sea nuestro Tabor, en el que Jesús se nos quiere manifestar, en el que la nube del Espíritu nos quiere envolver y abrir el oído, en el que la voz del Padre nos va a hablar como en el día del bautismo: “Este es mi hijo amado, escúchenlo”, la misma confesión del Calvario en los labios del soldado romano: “Verdaderamente este es el Hijo de Dios”.
El Tabor que tenemos que ascender, como un sueño que se hará realidad en la Transfiguración permanente de la Pascua de Resurrección.
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