El bautismo que Jesús recibió en el río Jordán, significó un momento decisivo para iniciar su vida pública. Juan, lo reconoció como el “Cordero de Dios”, “el que quita los pecados del mundo”, “el que había de venir a salvar a su pueblo…”, y la voz del cielo y el Espíritu santo lo dan a conocer como el Hijo amado del Padre. A partir de ahí, el Bautismo no es solamente un rito de purificación con agua, sino una consagración a Dios Padre, Hijo y Espíritu santo. El bautizado no solamente recibe el agua, sino el Espíritu santo, Espíritu de Dios que da vida.
Según toda la tradición bíblica, el «Espíritu de Dios» es el aliento de Dios que crea, envuelve y sostiene la vida entera. La fuerza que Dios posee para renovar y transformar a los vivientes. Por eso, Jesús se siente enviado, no a condenar, destruir o maldecir, sino a curar, construir y bendecir. Lleno de ese «Espíritu» bueno de Dios, se dedica a liberar de «espíritus malignos», que no hacen sino dañar, esclavizar y deshumanizar.
El libro de los Hechos de los Apóstoles, nos recuerda lo esencial de la actividad de Jesús después del Bautismo: “Ya saben ustedes lo sucedido en toda Judea, que tuvo principio en Galilea, después del bautismo predicado por Juan: cómo Dios ungió con el poder del Espíritu Santo a Jesús de Nazaret, y cómo éste pasó haciendo el bien, sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él”.
Como cristiano, ¿doy importancia a mi bautismo? ¿He pensado alguna vez en lo que supone estar bautizado, es decir, estar sumergido, empapado en el amor infinito del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo?
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