Lo de amar a Dios y al prójimo lo tenemos ya sabido. Lo sabemos y seguramente lo practicamos. Pero pocas veces tenemos en cuenta que nuestro corazón, espontáneamente, no tiende a amar. así nada más porque si, a cualquier "prójimo", sino que tiende a buscar, amar, seleccionar y corresponder a aquellos que percibe como amigables y agradables, mientras se cierra con los adversarios, con los distintos o, simplemente, ignora a los que no le interesan especialmente. Y nos parece natural, y no nos causa especial inquietud, salvo contadas excepciones.
El escuchar la Palabra de Dios que nos advierte que no dejemos entrar en nosotros al resentimiento, el odio, la venganza.. etc., porque nos daña principalmente a nosotros mismos, sería el primer movimiento que tenemos que hacer. Pero lo de amar a todos es bastante más complejo, porque el instinto natural sólo entiende de amigos. Con respecto a lo de conformarnos con amar sólo a los nuestros, ya lo valoró Jesús en otro momento: si saludan a los que los saludan, ¿qué merito tiene? ¿Si aman a los que los aman? ¿Qué merito tiene? También lo hacen así los paganos (Lc 6, 32-33). ¿Qué hacen de extraordinario? “Ámense los unos a los otros, amen a los que los odian, Recen por los que los persiguen, si te piden medio, da entero...” Es decir: que como discípulos de Jesús tenemos que llegar más allá de esa idea espontánea de amar a los nuestros, y a los que nos corresponden.
Para asumir estos retos de Jesús hay que empezar, por aceptarnos a nosotros mismos, tal como somos y estamos. Y al mismo tiempo también, aceptar la misericordia de Dios, que, al amarnos y comprendernos en nuestra miseria, nos posibilita para tratar a los otros con la misma generosidad e incondicionalidad. Sería tarea imposible pretender llevarnos bien con todos los demás sin aceptarnos a nosotros mismos y sin haber experimentado el amor y el perdón de Dios.
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